domingo, 17 de febrero de 2008

Caminos

Había sido un día agitado. Entre tambaleos, ella se sentó en el escalón de la vereda de su casa. Suspiró, luego revoleó su sombrero y optó por secarse el sudor de la frente con la manga de su camisa.
Estaba algo deprimida y mareada. De repente, apareció un enorme bloodhound que comenzó a lamerle sus tobillos descubiertos. Ella le preguntó por la sensación térmica. “39 grados Celsius”, le respondió este.
Le ofreció de sentarse a su lado y de su cartera sacó una cigarrera de plata de la cual le convido uno de sus Virginia Slims. Al caballero de largas orejas le hubiera gustado hablar de Stravinski, Bartók o Schönberg, pero terminó escuchado de divorcios, intentos de suicidio y compañías de cirugía plástica. Entonces optó por el disfraz de tolerante y escuchar mientras expulsaba argollas de humo por la boca.
El rostro de la dama iba mutando a cada minuto, sin querer la charla comenzaba a tomar gusto y se volvía cada vez más sugestiva, hasta que entre lágrimas de cotillón se sumó la anécdota de un marido muerto y una hija de la cual la separaron por su excesivo consumo de estupefacientes. Esto último la terminó quebrando, comenzó a llorar cada vez más, sus ojos se hallaban abarrotadamente empañados y empezó a maldecir la vida en reiteradas oportunidades.
Se desabrochó dos botones de su camisa y se ató el cabello. Se había dado cuanta ya hace unos extensos minutos que era ella la única que estaba hablando, aunque también sabía que no podía detenerse. Hasta que se decidió por cesar y concederle la palabra.
“Estuve casado y también tenía una hija. Hasta que un día por error me bebí la limonada de mi esposa y sucumbí. Al principio todo me parecía extraño, aunque de a poco fui observando que la única diferencia era que antes solo a veces debía caminar en cuatro patas, en tanto que respecto a lo demás, todo es muy similar: comer, vagar y azotar sexualmente a una que otra dama en celo”.
Ella optó por acariciarlo. Comenzó por deslizar las yemas de los dedos de su mano derecha por el pellejo de su compañero. Él la miraba fijamente, sus ojos eran verdes como agua salada, y ella quería dejarse sumergir, como si no temiera hundirse.
La dama comenzó a excitarse como hace tiempo no lo hacía. Sus párpados ya estaban desorbitados y tuvo que morderse los labios para no comenzar a gritar. Se sentía reluciente, el estrés se marchaba y a su vez se encontraba inmersa en una fábula que no ojeaba hace años.
Pero él fue el primero en recuperar la conciencia, por lo que se paró para marcharse. Ella, desorientada, le cuestionó porqué.
“Solo el hombre es tan negligente que comete un error en dos oportunidades” le respondió, y de baldosa en baldosa comenzó a silbar.